viernes, 23 de mayo de 2014

Carta de amor

Llega a mis manos este hermoso texto que escribió Massimo Desiato. Me sobrepongo a la sensación de estar violando la intimidad ajena y comparto con Uds. una carta que muestra una forma de ser, estar, sentir y reflexionar que encarnaba Massimo.
[Gracias, Ma. Fernanda por compartirlo]



Mallorca 27 de julio de 2003,
Once y cuarenta y cinco de un tiempo circular


Amor mío, Ferdi

No por pudor, sino por no encontrar un lenguaje adecuado para la escritura de nuestro encuentro, demoré esta carta. La he pensado tantas veces como una carta total que terminó por deshacerse en la inanidad de lo absoluto. Te la escribo, entonces, desde la fragilidad y la precariedad de la condición que nos es propia, fuerte, por lo demás, de saberse victoriosa del temor a la finitud.

Como un visión borrosa, pero cierta, responde esta escritura a tu primera carta del “nuevo mundo”, de indios y conquistadores; tu carta brotada como locura de cuerpos todavía sin lenguajes, mudos, sin caricias, pero plenos de sombras que debían ser iluminadas por la paciente espera del beso de los amantes, que cuando los labios se tocan, las almas tiemblan, y lejos vuelan, atemorizadas por tanto atrevimiento. Agazapadas, estas nuestras escrituras, demandaban otros tantos cuerpos, sin fisuras y compactos, compactos de intersticios y laberintos donde jugamos a perdernos y encontrarnos, y encontrarnos otra vez.

Carta de la madurez, carta de la extremidad, carta de los límites que ya no se sobrepasan, sino que como barcos arrullándose, se mecen en la tranquilidad de alguna ensenada solitaria, de pronto habitada por mágicas sonrisas de pálidos atardeceres y marcados olores.

Carta de la mar, que siempre amé en borrasca y que siempre ahuyentó a todo aquel que se acercaba; carta en la que buscaste la tormenta y te apoderaste de ella, mostrándomela como espejo que súbitamente todo calma, por tu imagen en calidoscopio, siempre descompuesta y puesta en su sitio por los millares de colores que la conforman.

Afuera la noche es tranquila, y no es tropical, pero perfuma este mediterráneo, nuestros olores de amor, de fragancia tan intensa que ninguna brisa puede alejar. Mediterráneo tropical de noche soñada a tu lado, de tu cuerpo dormido al lado del mío, igualmente soñado, pero inquieto de búsqueda, inquieto de ti y de ti entrecortado.

Te escribo esta carta para que reposes tu rostro en ella, para que, como tonalidad anímica constante, te envuelva con todo lo que hemos perdido y sobrevivido, perdido y superado, perdido y revivido, traído de agitadas otras noches, de abrazos y bocas entreabiertas que no desean devorar sino alimentarse, mutuamente, en aguas goteantes, en goteos de amor, en lances de desesperaciones apaciguadas por pureza de inocencias conscientes y, por ello, tan poco inocentes de lo sabias que son.

Carta de la noche en que fui hombre y mujer, y luego mujer que desea la plenitud de un fruto tan prohibido como justo. Justo era comer de él, del fruto que me diste, del fruto que ha de comerse y que la ley de los hombres prohibía cual dios que no deseaba la intemperie y que no era aún dios, sino ídolo deshumano, ávido de sacrificios impuros, asustado por nuestras intemperancias.

Y esa noche de la antigua carta, nos servía de puente hacia la infinita finitud de nuestros instantes, esa noche, concebimos, y luego concebimos en posada de paso para extranjeros que retornan a su extraña casa, a extrañas colinas encubiertas de neblinas matutinas, de otoño tímido tocando a las puertas del verano para disculparse de que se va a ir hacia la primavera sin pasar por el invierno. De colinas de antiguas civilizaciones, de puertas que todavía nada sabían de arcos, y que arcos conocieron con el sol meridiano de la “civitas” romana, y de nuestros pasos y sus ecos resonando entre ecos de tiempos que fueron y son, de otros hombres y mujeres que en la luna tenían su signo. Y el sol y la luna, las legiones triunfales del águila romana calzando la luna etrusca descalza, nos han conducido a ese nuevo incierto, pero desde siempre conocido, rostro del hijo que somos, que nos une no para siempre, sino siempre y sólo cuando nuestro amor lo habita.

Nombre le pusimos, nombre de otra ciudad encantada por nuestras flores extraviadas, flores que no marchitan sino florecen a cada instante y nada desean saber de eternidades impuestas. Nombre de aquel que la pisó y la fundó, de un conquistador menor, de unos indios sin nombres, de barcos que te trajeron para mezclarte, tu, hija de eso barcos, yo que de ese barco me había bajado en puerto atormentado, conociendo del calidoscopio la sabiduría de los colores en rápida mezcla, en fluir y fluir, para nada estático y sin el dinamismo devorador de los instantes atemorizados de su propia fuga.

Carta de la lucha, carta de la guerra, carta que se escribe habiendo rechazado todo lo otro que nos invadía para separarnos y que separado de nosotros con un solo gesto de cuerpos enroscados, fundidos en sudores irreales, en sudarios que no dejan huella divina sino sólo humana, finita, mortal, - que no conoce la vida quien no ha morado en la muerte, que de la muerte ha extraído vida, y la ha dado como elección suprema que no redime el mundo, sólo le otorga otra oportunidad – ha sabido vivir lo otro sin antagonismo, que se ha mecido cual barco que ya no trae esclavos sino hombres libres, libres de humanidad y de hipocresía, hombres que saben de su superficial y siempre abierto abismo a las fuerzas de la sombra sin noche.

Noche del trópico que se cuela en la ensenada mediterránea. No sé adónde nos conducen,  pero siento “en la noche oscura de mi corazón / como gota tu nombre lento / circula, cae / y rompe, y desarrolla su propia agua”.


El mundo no nos ha rechazado; nosotros lo hicimos, porque no estuvo – no puede estar, nunca estará - a la altura de cuerpos engendrando con su espíritu otro cuerpo y otro espíritu, como milagro,  la entrega, donde toda penetración es una flor abierta, una carta abierta, un papel blanco que retrocede bajo la escritura, la escritura del beso y del amor, el amor y el beso de la escritura que cada noche, leída, vendrá a habitar y cobijarte, a habitar y descubrirte, a habitar como brisa oceánica de una mar plena y en calma.

Podré, ahora, ingresar en esa mar, dejar que me sumerja con su inmovilidad apenas quebrada, inmovilidad líquida de tu nombre lento, circulando, cayendo, dejando atrás la oscuridad de mi corazón, rompiendo y desarrollando su propia agua:

Nuestro hijo Diego Massimo, amor.
        
Massimo Desiato