[Gracias, Ma. Fernanda por compartirlo]
Mallorca 27 de julio de 2003,
Once y cuarenta y cinco de un tiempo circular
Amor mío, Ferdi
No
por pudor, sino por no encontrar un lenguaje adecuado para la escritura de
nuestro encuentro, demoré esta carta. La he pensado tantas veces como una carta
total que terminó por deshacerse en la inanidad de lo absoluto. Te la escribo,
entonces, desde la fragilidad y la precariedad de la condición que nos es
propia, fuerte, por lo demás, de saberse victoriosa del temor a la finitud.
Como
un visión borrosa, pero cierta, responde esta escritura a tu primera carta del
“nuevo mundo”, de indios y conquistadores; tu carta brotada como locura de
cuerpos todavía sin lenguajes, mudos, sin caricias, pero plenos de sombras que
debían ser iluminadas por la paciente espera del beso de los amantes, que
cuando los labios se tocan, las almas tiemblan, y lejos vuelan, atemorizadas
por tanto atrevimiento. Agazapadas, estas nuestras escrituras, demandaban otros
tantos cuerpos, sin fisuras y compactos, compactos de intersticios y laberintos
donde jugamos a perdernos y encontrarnos, y encontrarnos otra vez.
Carta
de la madurez, carta de la extremidad, carta de los límites que ya no se
sobrepasan, sino que como barcos arrullándose, se mecen en la tranquilidad de
alguna ensenada solitaria, de pronto habitada por mágicas sonrisas de pálidos
atardeceres y marcados olores.
Carta
de la mar, que siempre amé en borrasca y que siempre ahuyentó a todo aquel que
se acercaba; carta en la que buscaste la tormenta y te apoderaste de ella,
mostrándomela como espejo que súbitamente todo calma, por tu imagen en
calidoscopio, siempre descompuesta y puesta en su sitio por los millares de
colores que la conforman.
Afuera
la noche es tranquila, y no es tropical, pero perfuma este mediterráneo,
nuestros olores de amor, de fragancia tan intensa que ninguna brisa puede
alejar. Mediterráneo tropical de noche soñada a tu lado, de tu cuerpo dormido
al lado del mío, igualmente soñado, pero inquieto de búsqueda, inquieto de ti y
de ti entrecortado.
Te
escribo esta carta para que reposes tu rostro en ella, para que, como tonalidad
anímica constante, te envuelva con todo lo que hemos perdido y sobrevivido,
perdido y superado, perdido y revivido, traído de agitadas otras noches, de
abrazos y bocas entreabiertas que no desean devorar sino alimentarse,
mutuamente, en aguas goteantes, en goteos de amor, en lances de desesperaciones
apaciguadas por pureza de inocencias conscientes y, por ello, tan poco
inocentes de lo sabias que son.
Carta
de la noche en que fui hombre y mujer, y luego mujer que desea la plenitud de
un fruto tan prohibido como justo. Justo era comer de él, del fruto que me
diste, del fruto que ha de comerse y que la ley de los hombres prohibía cual
dios que no deseaba la intemperie y que no era aún dios, sino ídolo deshumano,
ávido de sacrificios impuros, asustado por nuestras intemperancias.
Y
esa noche de la antigua carta, nos servía de puente hacia la infinita finitud
de nuestros instantes, esa noche, concebimos, y luego concebimos en posada de
paso para extranjeros que retornan a su extraña casa, a extrañas colinas
encubiertas de neblinas matutinas, de otoño tímido tocando a las puertas del
verano para disculparse de que se va a ir hacia la primavera sin pasar por el
invierno. De colinas de antiguas civilizaciones, de puertas que todavía nada
sabían de arcos, y que arcos conocieron con el sol meridiano de la “civitas”
romana, y de nuestros pasos y sus ecos resonando entre ecos de tiempos que
fueron y son, de otros hombres y mujeres que en la luna tenían su signo. Y el
sol y la luna, las legiones triunfales del águila romana calzando la luna
etrusca descalza, nos han conducido a ese nuevo incierto, pero desde siempre
conocido, rostro del hijo que somos, que nos une no para siempre, sino siempre
y sólo cuando nuestro amor lo habita.
Nombre
le pusimos, nombre de otra ciudad encantada por nuestras flores extraviadas,
flores que no marchitan sino florecen a cada instante y nada desean saber de
eternidades impuestas. Nombre de aquel que la pisó y la fundó, de un
conquistador menor, de unos indios sin nombres, de barcos que te trajeron para
mezclarte, tu, hija de eso barcos, yo que de ese barco me había bajado en
puerto atormentado, conociendo del calidoscopio la sabiduría de los colores en
rápida mezcla, en fluir y fluir, para nada estático y sin el dinamismo
devorador de los instantes atemorizados de su propia fuga.
Carta
de la lucha, carta de la guerra, carta que se escribe habiendo rechazado todo
lo otro que nos invadía para separarnos y que separado de nosotros con un solo
gesto de cuerpos enroscados, fundidos en sudores irreales, en sudarios que no
dejan huella divina sino sólo humana, finita, mortal, - que no conoce la vida
quien no ha morado en la muerte, que de la muerte ha extraído vida, y la ha
dado como elección suprema que no redime el mundo, sólo le otorga otra
oportunidad – ha sabido vivir lo otro sin antagonismo, que se ha mecido cual
barco que ya no trae esclavos sino hombres libres, libres de humanidad y de
hipocresía, hombres que saben de su superficial y siempre abierto abismo a las
fuerzas de la sombra sin noche.
Noche
del trópico que se cuela en la ensenada mediterránea. No sé adónde nos
conducen, pero siento “en la noche
oscura de mi corazón / como gota tu nombre lento / circula, cae / y rompe, y
desarrolla su propia agua”.
El
mundo no nos ha rechazado; nosotros lo hicimos, porque no estuvo – no puede
estar, nunca estará - a la altura de cuerpos engendrando con su espíritu otro
cuerpo y otro espíritu, como milagro, la
entrega, donde toda penetración es una flor abierta, una carta abierta, un
papel blanco que retrocede bajo la escritura, la escritura del beso y del amor,
el amor y el beso de la escritura que cada noche, leída, vendrá a habitar y
cobijarte, a habitar y descubrirte, a habitar como brisa oceánica de una mar
plena y en calma.
Podré,
ahora, ingresar en esa mar, dejar que me sumerja con su inmovilidad apenas
quebrada, inmovilidad líquida de tu nombre lento, circulando, cayendo, dejando
atrás la oscuridad de mi corazón, rompiendo y desarrollando su propia agua:
Nuestro
hijo Diego Massimo, amor.
Massimo Desiato