miércoles, 8 de mayo de 2013

Sentimientos encontrados. Erich Kästner


Desde hace algo menos de un año, los martes por la tarde nos reunimos alrededor de una enorme mesa de madera, cafés, tés y merienda casera, un grupo de entre ocho y diez personas a conversar, leer y discutir sobre sentimientos, libros infantiles, filosofía, psicología... y la infancia en general. El nivel de intercambio es alto y muy gratificante, siendo común que la reflexión se prolongue depués, mientras compartimos una copa de vino en un bar cercano; o cuando ya en casa seguimos dándole vueltas a alguna idea, opinión o lectura o, incluso, cuando esta inquietud nos lleva a tomar el lápiz o el pincel.  
No creo exagerar al afirmar que Sentimientos encontrados (que así hemos llamado a este seminario) es para mí una oportunidad única de estudio e intercambio intelectual y humano. Por eso, les animo a quienes estén interesados a incorporarse en el grupo. Empezamos un nuevo sentimiento el próximo martes 14 de mayo.
Para que puedan hacerse una idea de cuan fructíferas llegan a ser nuestras reuniones, reproduzco un fragmento del hermosísimo relato autobiográfico de Erich Kästner: Cuando yo era un chiquillo [Madrid: Alfaguara, 1988], que comentamos detenidamente en la última sesión de Sentimientos encontrados y nos permitió profundizar un poco más en lo que es la tristeza.

Mi madre no era un ángel y tampoco quería serlo. Su ideal era más palpable. Su meta estaba lejos, pero no en las nubes. Resultaba posible alcanzarla. Y como ella era más enérgica que cualquier otra persona y no permitía que nadie se interpusiera, la alcanzó. Ida Kastner quería convertirse en la madre perfecta para su hijo. Y como quería llegar a serlo, no tuvo en consideración a nadie, ni siquiera a ella misma, y se convirtió en la madre perfecta. Todo su amor y fantasía, toda su dedicación, cada minuto y cada pensamiento, toda su existencia, los dedicó a mí fanáticamente como un jugador obsesionado a una sola carta. Su puesta era: ¡su vida, por entero!
La carta era yo. Por eso yo tenía que ganar.

Por eso no podía decepcionarla. Por eso yo fui el mejor alumno y el más formal de los hijos. Yo no hubiera podido soportar que ella perdiera su gran juego. Como ella quería ser y era la madre perfecta, para mí, la carta, no había ninguna duda: yo tenía que ser el hijo perfecto. ¿Llegaría a serlo? Al menos lo intentaba. Yo había heredado su talento, su resolución, su ambición y su inteligencia. Con eso ya se podía empezar a hacer algo. Y si yo, su capital y su puesta en el juego, me cansaba alguna vez de dedicarme a ganar siempre, aún me quedaba una cosa como última reserva: quería a la madre perfecta. La quería mucho.
Las metas alcanzables son costosas especialmente y especialmente costosas porque queremos alcanzarlas. Nos desafían y nos ponemos en camino hacia ellas sin mirar a un lado ni al otro. Ella me amaba a mí y a nadie más. Era buena conmigo y en ello gastaba toda su bondad. Me regalaba su buen humor y no sobraba nada para otros. Sólo pensaba en mí; no tenía otros pensamientos. Su vida estaba dedicada a mí hasta el último aliento, sólo a mí.
Por eso a todas las demás personas ella les parecía fría, severa, orgullosa, despótica, intolerante y egoísta. Me daba todo lo que era y todo lo que tenía y para los demás estaba con las manos vacías, orgullosa y firme, siendo, no obstante, un alma en pena. Aquello la llenaba de tristeza. Aquello la hacía infeliz. Aquello le llevaba en ocasiones a la confusión. Esto no lo digo a la ligera ni es un decir. Sé lo que me digo. Estaba presente cuando sus ojos se oscurecían. Por aquel entonces, cuando yo era un chiquillo, ¡encontré al salir de la escuela las hojas apresurada-mente garabateadas! Se hallaban sobre la mesa de la cocina. «¡Ya no puedo más!», ponía en ellas. «¡No me busquéis!», ponía en ellas. «¡Que te vaya bien, querido hijo mío!», ponía en ellas. Y la vivienda estaba vacía y muerta.
Entonces yo, acosarlo y fustigado por un miedo salvaje, llorando en alto y casi ciego por las lágrimas, echaba a correr por las calles, hacia el Elba y hacia los puentes de piedra. Las sienes me cartilleaban. La cabeza me retumbaba. El corazón latía a toda velocidad. Atropellaba a los peatones; me maldecían y yo seguía corriendo. Me tambaleaba por falta de respiración, sudaba y tenía mucho frío; me caía, me incorporaba, no me daba cuenta de que estaba sangrando y seguía corriendo. ¡¿Dónde podía estar?! ¿Había hecho alguna tontería? ¿La habían salvado? ¿Aún había tiempo o era ya demasiado tarde?
-¡Mamá, mamá, mamá! –tartamudeaba yo una y otra vez corriendo para salvar su vida– ¡Mamá, mamá, mamá!
No se me ocurría ninguna otra cosa. Era mi única e interminable oración en aquella carrera con la muerte.
La encontraba casi siempre. Y casi siempre en uno de los puentes. Estaba allí sin moverse, mirando hacia abajo, hacia la corriente, y parecía una figura de cera.
-¡Mamá, mamá, mamá!
Ahora lo gritaba en alto, cada vez más alto.
Me arrastraba hacia ella con mis últimas fuerzas. La agarraba, tiraba de ella, la abrazaba, gritaba y lloraba y la sacudía como si fuera una gran muñeca pálida... Y entonces se despertaba como de un sueño con los ojos abiertos. Era ahora cuando me reconocía. Era ahora cuando se daba cuenta de dónde estábamos. Era ahora cuando podía llorar y apretarme contra sí y decir dificultosamente y con voz ronca:
-¡Ven, hijo mío, llévame a casa!
Y tras los primeros pasos vacilantes susurraba:
-Ya está todo bien.

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